Cuando se enunciaron los Derechos Humanos poco antes de la revolución
francesa, esos derechos se referían exclusivamente a los varones de la
especie humana. La otra mitad de la humanidad no fue tenida en cuenta.
Es más, recién se consideraron seriamente los derechos de las mujeres
gracias a los reclamos del primer movimiento feminista, el de las
sufragistas de fines del siglo XIX.
Muchas de ellas habían militado en los movimientos contra la
esclavitud. Mientras luchaban por la libertad de los esclavos, estas
mujeres fueron tomando conciencia de que a ellas también la sociedad
patriarcal las mantenía en una especie de esclavitud, y así comenzaron a
luchar por sus propios derechos. Se las llamó sufragistas porque lo
primero que reclamaron fue el derecho al voto, pensando ingenuamente
que, una vez que las mujeres pudieran votar, sus derechos humanos
empezarían a ser reconocidos.
Si bien, algunos años después, las mujeres obtuvieron unos pocos
derechos, esto no ocurrió más que en ciertos países occidentales. El
ejemplo más notable en Latinoamérica es el de Uruguay, donde se legisló
ampliamente en favor de las mujeres en las reformas del presidente José
Batlle y Ordóñez en 1917. Sin embargo, no fue sino hasta la segunda
mitad del siglo XX, con el surgimiento de lo que se conoce como el
segundo feminismo, que los derechos de las mujeres llegaron a
consolidarse en la mayoría de los países de occidente –al menos en la
letra de la ley.
En las iglesias cristianas, lamentablemente, la situación de las
mujeres ha progresado mucho menos que en la sociedad circundante. Las
iglesias siempre resultan ser algo así como el vagón de cola del tren de
la historia. Sólo se deciden a hacer cambios mucho después de que la
sociedad secular los ha efectuado. Con honrosas excepciones, la mayoría
de las iglesias ha perdido su don profético. Los seguidores de Cristo
debían ser sal y luz para el resto del mundo, sin embargo terminan
siendo una fuerza retrógrada, que resiste gran parte de los progresos
que hace la sociedad.
El problema es que las iglesias suelen medir los cambios sociales con
el parámetro de sus dogmas y tradiciones, como si éstas fueran
revelaciones dadas por Dios. Pero los dogmas y tradiciones son
elaboraciones humanas, no revelación divina. La revelación de Dios se da
en los acontecimientos, y el acontecimiento cumbre de la revelación es
Dios mismo encarnado en Jesús de Nazaret. Jesús nos muestra cómo es Dios
y cuál es su voluntad. Ninguna tradición, ni dogma –y tampoco ninguna
Escritura interpretada a través de las tradiciones– puede estar por
encima de lo que Jesús hizo y dijo.
Jesús promovió a todas las personas débiles y despreciadas por la
sociedad de su tiempo: los pobres, los enfermos, los marginados, los
publicanos y las rameras, los huérfanos y las viudas, los niños y las
mujeres. A todos ellos los impulsó a que alcanzaran su plena humanidad.
Ésa es la voluntad de Dios, que todos los seres humanos puedan ser
plenamente humanos. . . y también plenamente hermanos.
En ninguna parte de los Evangelios vamos a encontrar a Jesús tratando
a las mujeres como si fueran inferiores en algún aspecto. Tampoco les
pidió jamás que se sujetaran a los varones, ni siquiera a sus propios
esposos. Jesús siempre trató a las mujeres como a verdaderos seres
humanos. Desafió todas las convenciones de su tiempo al tener mujeres
discípulas, que además lo mantenían económicamente (Lc 8:1-3; 24:6-8);
al hablar públicamente de teología con mujeres (Mt 15:21-28 par; Jn
4:7-42; 11:20-27); al tocar y sanar a una mujer considerada impura por
su flujo de sangre (Mc 5:24-34 par); al dejarse tocar por una pecadora
notoria, compararla favorablemente con un fariseo y luego perdonarla (Lc
7:36-50); al sanar a una mujer encorvada y llamarla “hija de Abraham” ,
un título reservado a los varones (Lc 13:10-17); al permitir que María
de Betania aprendiera teología a sus pies como una discípula más, en
lugar de estar en la cocina como les correspondía a las mujeres (Lc
10:38-42). Jesús era un hombre liberado y liberador.
La Pascua conmemora el acontecimiento más importante de la historia
de la salvación, la resurrección de Jesús. Y, a pesar de que las mujeres
no podían ser testigos según las costumbres judías, las primeras
testigos de ese acontecimiento fueron mujeres. Jesús las eligió porque
ellas siempre estuvieron a su lado, sirviéndolo durante su ministerio,
solidarizándose con su sufrimiento cerca de la cruz, fijándose dónde lo
sepultaban, volviendo al sepulcro para cumplir fielmente con el ritual
de embalsamar el cuerpo. Las discípulas mujeres nunca abandonaron a su
maestro, ni lo negaron, ni se escondieron cobardemente, como los
discípulos varones. Ellas amaban a Jesús y estaban dispuestas a
arriesgar la vida por él. Es que Jesús les había mostrado que Dios no
hace diferencias de valor entre varones y mujeres, les había dado la
dignidad que la sociedad les negaba, las había hecho plenamente humanas.
Pero eso no es todo. Es bien sabida la importancia de “lo primero” en
la cultura judía: los primogénitos y las primicias como apartados para
Dios, el hecho de que Cristo fuera el primero en todo (Col 1:15-20). Eso
también aplica a los primeros testigos. Ser la primera persona en ver a
Jesús resucitado implicaba ser la persona elegida para ser la cabeza de
la iglesia naciente. Y Jesús eligió a las mujeres. Claro que eso iba
tan en contra de las costumbres de la época, que la iglesia hizo todo lo
que pudo para acabar con el liderazgo de las mujeres. Para fines del
siglo III, ya habían logrado reducir a las mujeres nuevamente a la
sujeción.
Las cristianas actuales no pretendemos ser las líderes de la iglesia.
De todos modos, ya no se puede hablar de iglesia en singular, sino de
iglesias en plural. Y en muchas iglesias protestantes hay mujeres
ordenadas al pastorado, y algunas de ellas incluso son líderes,
profesoras o teólogas escuchadas y respetadas. Sin embargo en la
mayoría de las iglesias, las mujeres ni siquiera pueden ejercer los
dones que Dios les ha dado. Ese derecho a servir libremente a Dios es
algo que sí demandamos.
En realidad, las mujeres cristianas no estamos reclamando lo que a
nosotras se nos ocurre, ni el lugar que ocupan otros, ni que las
iglesias conservadoras nos concedan por fin lo que la sociedad secular
ya nos ha dado. Estamos reclamando nuestros derechos como seres humanos,
tanto en la sociedad como en las iglesias. Estamos reclamando lo que
Jesús mismo nos dio.
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